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Tulipanes en la Patagonia argentina. |
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(BANKSY - soldier-throwing-flowers) |
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Claudia M. Monasterio |
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Tulipanes en la Patagonia argentina. |
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(BANKSY - soldier-throwing-flowers) |
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Claudia M. Monasterio |
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Traigo hoy algo que publiqué en mi facebook en febrero de 2017. Es que esta mañana, tomando unos mates en mi casa, se me vino Lucas y yo se lo agradezco, porque son esas cositas que te muestrasn a corazón abierto. |
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Cuando aquellas pequeñas cosas se hacen GRANDES
La conversación me dio otros datos de
Lucas y de su motivación para hacer lo que hacía. Estaba allí con un primo
(supuse que estaría vendiendo en otra calle), vivía con su madre y algún
hermano, y había terminado el colegio con muy buenas notas. “Me esforcé para
poder cambiarme de colegio, a uno de San Justo. ¿Conoce?” Según me explicó,
Lucas quiso cambiar de colegio porque en el de San Justo son más exigentes que
en el de Ciudad Evita y él quiere estar bien preparado porque su proyecto es
seguir estudiando al terminar la secundaria. Lucas quiere ser contador. (Que
los astros protejan la Universidad pública).
Supe también que en época de clases
trabaja sólo los fines de semana. “El estudio está primero”, afirmó. Y que lo
que recibe por las ventas está destinado en parte a su madre y en parte a sus
propios gastos. ¿Y se vende ahora?, quise saber. En verano no mucho, contestó
sonriendo. Luego me aclaró que el objetivo en este momento es irse unos días de
vacaciones con su hermana y alguien más. ¿A dónde quieren ir? A Mar del Tuyú.
Lucas es un pibe espontáneo,
respetuoso, lleno de vida y de alegría. Mientras las palabras sonaban, en esa
mañana calurosa, yo sentía que el diálogo era una excusa para que se expresara
un encuentro que trascendía cualquier tipo de frontera terrenal. Yo ya había
elegido algo para comprarle y, como era su primera venta del día, él no tenía
cambio para darme el vuelto. Puedo pedir cambio adentro, dijo con toda
naturalidad. Miré hacia adentro en busca de alguien que me viera haciendo señas
e interpretara lo que necesitaba, pero nadie me vio. Entonces, le di el billete
de cien pesos a Lucas, él entró e inmediatamente regresó con la gestión
realizada. En eso estábamos, cuando me
sorprendió con su pregunta: "¿Y vos cómo te llamás?" El usted ya
había dejado paso al vos: el acercamiento. Ya no nos sentíamos extraños el uno
del otro. Le agradecí por preguntar y le contesté: Claudia. Él guardó sus cosas
en una bolsa negra de consorcio, nos miramos sonrientes y se despidió dándome
un beso. Una vez más, la gracia de lo inesperado. Inesperado como esos minutos
de vereda. “Un gusto conocerte, Lucas”, le dije. Cuando se fue, me quedé un
largo rato con los ojos húmedos y agradeciendo. La mañana era otra.
GRACIAS, CAMPEÓN. QUE DIOS TE BENDIGA Y QUE LOGRES TODO LO QUE TE PROPONGAS.
Los gobiernos se han ocupado de cuidarnos
del virus, algunos con más eficiencia que otros. Me pregunto: ¿Seremos lo suficientemente sabios para cuidarnos de otros
asuntos que causan más perjuicio que un virus? La megaminería, torres de alta
tensión, la contaminación de las aguas, la falta de agua, la desnutrición, por citar lo primero que se me va ocurriendo. Hay asuntos que requieren de una severísima atención, pero no la tienen pues causan menos revuelo que el
llamado COVID, ya que las muertes que provocan son silenciosas y no se producen
al por mayor como parecería ser con el personajito que hoy tiene al mundo en
vilo.
Está claro que no son los gobiernos los que van a protegernos del avance impertinente de la anti ecología; por lo tanto, deberemos tomar cartas en el asunto, de un modo más contundente que el que quizá venimos aplicando, como si se tratara de una sociedad que ha crecido y que sabe que no tiene por qué someterse a decisiones que no sólo no promueven su bien estar sino que son atentados contra la vida. Y esto me lleva al tema que me interesa desde hace años y para el cual recientemente he encontrado un nombre.
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Cuadro de Antonio Varas de la Rosa |
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"Insolent vaunt of Paracelsus, that he would restore the original rose or violet out of the ashes settling from its combustion ... " De Quincey: Writings, XIII, 345
En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
—Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo con cierta pompa. —No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
—Mi nombre es lo de menos —replicó el otro. —Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
—Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
—El oro no me importa —respondió el otro.— Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
—El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
—Pero, ¿hay una meta?
Parecelso se rió.
—Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
—Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
—¿Cuándo? —dijo con inquietud Paracelso.
—Ahora mismo —dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
—Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
—Eres muy crédulo —dijo el maestro.— No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
—Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
—Eres crédulo —dijo.— ¿Dices que soy capaz de destruirla?
—Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.
—Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
—No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
—¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
—Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.
—Aún queda fuego en la chimenea —dijo Parecelso.
—Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
—¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo–. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resugiera?
Paracelso le miró con tristeza.
—El atanor está apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.
—Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
—Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
—Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
—Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
—Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza.
—Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
—He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.
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Luo Li Rong esculpe el viento - Facebook Galerías de Arte Barcelona) |
Motivada por algunos hechos, me encontré un día pensando que la impunidad, sostenida en el tiempo, hace que la humanidad se estanque, simple...